lunes, 29 de noviembre de 2010

Aprender la muerte de Norma Bazúa


Francis Mestries.


Aprender la Muerte es una reflexión optimista y sincera sobre la muerte y la vida, la memoria y el olvido, la culpa y el remordimiento, Dios y el alma, ahora que la poeta hace un alto en su vivir para recobrar su historia personal ante la proximidad del fin, con el fin de “aprender a torear la muerte”. La autora se propone rescatar la memoria de su odisea personal para concluir la travesía de su vida sin naufragar, jugándole una última guasa a la muerte.

En este libro convoca los recuerdos de su larga y muy llena vida, o más bien fueron los “desolvidos” los que tocaron a su puerta para que abriera las puertas de sus remembranzas, de sus muertos queridos y sus amores desaparecidos cuyos rescoldos aún duelen, como lo dice en su último libro Ataúd de arena, dedicado a la muerte de su madre. Nos recuerda que el color de las saudades es azul y transfigura todas las reminiscencias.

Esta indagación en el tiempo es para Norma un viaje iniciático hacia su fuero interno, su ser más íntimo, pero es una fuga inútil ante la proximidad de la muerte. Es un sano ejercicio de “pasado en limpio” para abordar el instante fatal con la conciencia nítida y lúcida, dejando arreglados sus asuntos y las huellas de sus pasos impresas en estas páginas.

Aprender la muerte es un diálogo entre la voz poética y la mujer Norma Bazúa, que remonta sus años hasta el momento de su nacimiento; ella nos recuerda que Dios puso sus huevecillos de la muerte en las mismas señales de la vida, con la estela de sangre del alumbramiento, y que el miedo del pez-bebé es el mismo del hombre ya maduro ante la muerte. Pero también evoca los años felices de su infancia entre sus padres, hermanos y abuelas.

Norma fue entonces un árbol, lleno de trinos, aleteos y frutos deliciosos, con la voz rebosando de polen y el corazón de sangre para gritar y agitar banderas como frondas en el viento.

(Poema 5)

Ella creció con plena conciencia de su identidad, con “un rayo de sol en la frente”, sus ideales en los ojos y “un corazón de vidrio” para abrigar sueños. Fue bandera, ojos tranquilos y alma con alas, y abrazó la vida con fuerza para exprimirle las palabras sinceras, esa “palabra nuestra de cada día”, enhebradas en las noches febriles de construcción del poema.

Luego llegaron los nubarrones: dolor, enfermedad, ante-sala de la muerte: “el dolorido cuerpo ya ofendido pelea con el alma”, el cuerpo vencido le recuerda que sólo es “gota de luz perdida en el perfil de la llama”. El sueño, fugaz refugio ante el dolor, es presagio de su propio “ataúd de arena”

(Poema 12).

La voz poética dialoga ahora con su hermano Enrique, o será Enrique González Rojo, cómplice de toda la vida y poeta insigne de su generación.

Más cruel que el dolor físico, la muerte de su hijo a los 17 años le desató el tormento de la culpa, la tortura del remordimiento que acecha a toda madre, aunque pudo transmutar el dolor en gavilla de trigo para los hambrientos y los violentos, pero quedó con el alma reseca, rota, sólo vendada por medias mentiras o medias verdades

(Poema 13)

El desamor sembró el odio en su corazón, odio que ella quisiera exorcizar, expulsar a gritos, pero la sabiduría aprendida en su iniciación a la muerte le enseñó a separar el grano de la paja para hornear el pan del velorio de su propia muerte. (Poema 15)

Hija del mar, la poeta presiente su muerte en la muerte de su madre, que fue al encuentro de su amor ahogado en vestido de novia, en las aguas hacia su ataúd de arena procurándole la esta idea un dulce sabor de boca (Poema 16).

A continuación, en el poema 17, la poeta aborda caletas de aguas tranquilas, al saber que con este poemario no dejó nada pendiente, puso en orden su casa, prefiguró su viaje al más allá, y se entrega a la misericordia de Dios, que la salve del caos de su vida, donde “pagó grano a grano su destino de arena”.

El poema 18, hermoso, y desgarrador, narra los esfuerzos desesperados de la moribunda (la madre, ella) por escapar a golpe de remos el naufragios, a la muerte, y por ganarle a la baraja (como en el film El 7º. Sello, de Bergam), en balde, por lo que acabó escudriñando el abismo ineluctable de su fosa de agua, pero con la esperanza de dejar su estela, un camino sobre el mar.

A pesar de la inevitabilidad de la muerte, la autoría tiene fe en que el amor humano nos salvará de la nada e inventaré el futuro, pues el hombre tal vez sea un grano de sal, un mendrugo de pan, pero insustituible en el océano de la galaxia.

Norma le pide luego a Dios que sane sus viejas heridas, culpas recónditas y descuidos, que le mande un tsunami interior para ahogar sus penas, y acaba tratando de volver a ser árbol como cuando era niña.

A manera de legado testamentario, nos deja sus hombros que mueven horizontes sobre tableros de atardeceres, para hacer que se cumplan el intento amoroso en la redondez del abrazo” (Poema 27)

La autora se despide con una profesión de fe en que será salvada por el arca de Noé, de Julio Verne o de Leonardo, del maremoto ineludible que nos sepultará a todos. La poeta imagina finalmente la muerte como una playa de descanso donde se nos perdonan nuestros “pecatta minuta” y se nos otorga el reconocimiento, mientras vida jugamos a caminar y hacer malabares sobre una cuerda floja.

Finalmente, esta bitácora de una vida fue para la poeta el resultado de una fuerza interior que busca engarzar su canto en la sinfonía cósmica dirigida por Dios para encontrar la paz y el silencio eternos.

En síntesis, este poemario nos ofrece, en un lenguaje directo y fuerte, que crean metáforas poderosas como lo es el mar, elemento emblemático de su poética, una visión esperanzadora sobre el destino humano y la muerte, acorde con el inmenso corazón que le conocemos y queremos a Norma, que se expresa con fluidez gracias a su conocimiento de la tradición poética y con sus hallazgos innovadores (inventa neologismos para encontrar el sentido preciso y dar más fuerza a su expresión (maretazo, desolvidos), por lo que este libro es ya un “libro del buen morir” irremplazable, y un entrañable compañero de cabecera.

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