lunes, 29 de noviembre de 2010

Comentarios sobre un pequeño gran libro de Norma de Bazúa

Norma es una de las principales plumas poéticas del país. Como suele ocurrir por estos litorales con artistas que han cuidado su independencia como la niña de sus ojos, no ha sido suficiente leída, ni publicada, ni puesta en el conspicuo lugar que le pertenece. Las cosas, sin embargo, tendrán que cambiar, ya que la importancia de su producción, la pujanza de su numen y el dominio de un palabrario que ya no es un mero boceto, exigen de manera imperiosa que el círculo de sus lectores se amplíe drásticamente y que los críticos vuelvan los ojos hacia un manantial en que un lirismo exaltado pero al mismo tiempo ceñido irrumpe a borbotones.

Norma Bazúa es una mujer supersensible, solar, abierta a todo; mas también –enhorabuena– se manifiesta como pudorosamente introvertida, lo cual tiene sustancias consecuencias poéticas. Es una poeta que ha ido adquiriendo con el paso de los años una envidiable astucia literaria engarzada a la perfección con el talante de sus experiencias.

Los sentimientos son, qué duda cabe, la materia prima de poiesis; pero domina magistralmente la manera de velarlos, sugerirlos e impedir que, robando la escena, se conviertan en lacrimógenos factores de ese vulgar sentimentalismo que priva en los y las escritoras incapaces de internarse en los difíciles vericuetos del canto verdadero.

Este pudor expresivo, que tanto explica la excelencia poética de la autora, se manifiesta con toda claridad en Aprender la muerte, el poemario que ahora presentamos. Casi al principio del poema la poeta nos aclara, aludiendo a su bautizo, que “le pusiéramos un nombre como ley”. Pero este apelativo, o sea el de Norma, no se le impuso en alusión a la ética o al canon conductual, sino como ella lo interpreta, “para cumplir sin remedio palabras claras/ y besos resueltos”… Por consiguiente, si tomamos en cuenta, por un lado esta interpretación de su propio nombre, y por otro, que ella guarda, como dice más adelante, “fidelidad al secreto del dolor”, veremos perfilarse con toda nitidez esta “estética del pudor” que lleva a trabajar, develar, sugerir emociones –que no obstante permanecen secretas– y a elaborar uno tras joyeles de excelente poesía.

El poemario que nos ocupa es una especia de poema autobiográfico o sinóptico. En él se despliega un viaje –el del nacimiento, la vida y la muerte– que emprende, como “odisea personal”, nuestra poeta. El horror al sentimiento desnudo la lleva a la metáfora y al tropo, a la frase inesperada y a la audacia expresiva. El peregrinar de la existencia al deceso es una especia de viaje marítimo (ya que “de puerto en puerto surcaremos esta travesía”) que se inicia con gestación de placenta y agua de mar. El texto apunta: “La gestación duró diez meses / Se negaba a abandonar el vientre materno / pero en busca del calor en el aire / dejar de ser pez descubre el frío”. El ser nonato, la prehistoria de Norma o de la norma, era un pez que, paradójicamente, “tenía miedo al agua” y este miedo es una prefiguración del temor a la muerte que nace con nuestro nacer.

Como en toda buena autobiografía, todo comienza con el trauma del nacimiento y las vocales a todo volumen con las que el bebé irrumpe en el humano acontecer. La protagonista de esta historia, en efecto, “Venía de una madre desconcertada / por el asombro de su grito”. Luego van apareciendo, como efímeros bocetos, el retrato del padre, la alusión a las dos abuelas, la mención de los seis hermanos y la tópica precisión de ser “la sexta entre dos muertes”. También surge, más entre líneas que en la montura gramatical, el autorretrato, los primeros besos y finalmente el amor ya maduro que se logra “en la redondez del abrazo”. Más tarde hacen acto de presencia las enfermedades y el desamor, ya que, respecto a lo primero, sus “pies bañados/ por el riego de las rosas/ le enfriaron la garganta” y le clavaron una “gripa rigurosa”; y después porque sufrió las tropelías del desencuentro y el “goteo vergonzoso de un viejo amor”. Entrada ya en nostalgias, emprende el oficio de recordar, de “hilvanar momentos traspapelados” y de meditar “en las furias del tiempo”.

Pero antes de todo esto y desde muy joven, la poeta dio de bruces, por así decirlo, con el palabrario. Halló su vocación. Dio con esencia. Y lo mismo se puso a robar “golosinas de adverbios a hurtadillas” que a “condenar al verbo a solitario jugador de austeridades”. Con esta conquista, con este convertirse en dueña y señora de las palabras, Norma pudo escribir este poemario y otros no menos importantes como Flor simultánea al fruto, Boceto para un palabrario, Como dibujando las distancias, Tengo miedo de sacudirle la raíz al sueño, Varo entre remedios caseros y tantos más.

El núcleo fundamental de Aprender la muerte es la presencia del tiempo o, para ser más precisos, los extremos de la existencia: el nacimiento y la muerte. Lo ubicado entre estos dos polos, o sea la existencia, se desenvuelve bajo el signo mortal. La muerte, de la que se va teniendo un lento aprendizaje, unas veces genera temor, otras esperanzas. Por eso, en ocasiones, hay un “desamparo frente a los miedos/ al entrar solos en aprendizajes de la muerte”; mas, en otras circunstancias, creemos que, bajo tierra, nos hallaremos “ya liberados de este diluvio/en que nos debatíamos”. Todas esta vida, este peregrinar ensartando cumpleaños, este ir de un episodio a otro atravesando la tierra movediza del eterno presente, carecería de sentido, para Norma, sin un principio metafísico ordenador. Por eso, nuestra poeta se dice a sí misma: “En todas las playas estará Dios/ para perdonarte el caos en que te debatía”. Y también, ya para terminar: “…Dios toma la batuta/ para engarzar el canto en el pautado de la noche/ y alcanzar el silencio”.

Norma Bazúa está, pues, de cuerpo entero en su pequeño libro. Su vida sus emociones, sus dolores, su poesía y sus creencias hallan aquí el foro pertinente para expresarse, y se puede hacerlo con la gallardía, la precisión y la originalidad con que lo hacen, porque detrás de cada palabra, cada giro, cada alocución se halla la maestría y la autenticidad de nuestra gran poeta.

Enrique González Rojo Arthur.

México D.F. a 16 de octubre de 2010

Aprender la muerte de Norma Bazúa


Francis Mestries.


Aprender la Muerte es una reflexión optimista y sincera sobre la muerte y la vida, la memoria y el olvido, la culpa y el remordimiento, Dios y el alma, ahora que la poeta hace un alto en su vivir para recobrar su historia personal ante la proximidad del fin, con el fin de “aprender a torear la muerte”. La autora se propone rescatar la memoria de su odisea personal para concluir la travesía de su vida sin naufragar, jugándole una última guasa a la muerte.

En este libro convoca los recuerdos de su larga y muy llena vida, o más bien fueron los “desolvidos” los que tocaron a su puerta para que abriera las puertas de sus remembranzas, de sus muertos queridos y sus amores desaparecidos cuyos rescoldos aún duelen, como lo dice en su último libro Ataúd de arena, dedicado a la muerte de su madre. Nos recuerda que el color de las saudades es azul y transfigura todas las reminiscencias.

Esta indagación en el tiempo es para Norma un viaje iniciático hacia su fuero interno, su ser más íntimo, pero es una fuga inútil ante la proximidad de la muerte. Es un sano ejercicio de “pasado en limpio” para abordar el instante fatal con la conciencia nítida y lúcida, dejando arreglados sus asuntos y las huellas de sus pasos impresas en estas páginas.

Aprender la muerte es un diálogo entre la voz poética y la mujer Norma Bazúa, que remonta sus años hasta el momento de su nacimiento; ella nos recuerda que Dios puso sus huevecillos de la muerte en las mismas señales de la vida, con la estela de sangre del alumbramiento, y que el miedo del pez-bebé es el mismo del hombre ya maduro ante la muerte. Pero también evoca los años felices de su infancia entre sus padres, hermanos y abuelas.

Norma fue entonces un árbol, lleno de trinos, aleteos y frutos deliciosos, con la voz rebosando de polen y el corazón de sangre para gritar y agitar banderas como frondas en el viento.

(Poema 5)

Ella creció con plena conciencia de su identidad, con “un rayo de sol en la frente”, sus ideales en los ojos y “un corazón de vidrio” para abrigar sueños. Fue bandera, ojos tranquilos y alma con alas, y abrazó la vida con fuerza para exprimirle las palabras sinceras, esa “palabra nuestra de cada día”, enhebradas en las noches febriles de construcción del poema.

Luego llegaron los nubarrones: dolor, enfermedad, ante-sala de la muerte: “el dolorido cuerpo ya ofendido pelea con el alma”, el cuerpo vencido le recuerda que sólo es “gota de luz perdida en el perfil de la llama”. El sueño, fugaz refugio ante el dolor, es presagio de su propio “ataúd de arena”

(Poema 12).

La voz poética dialoga ahora con su hermano Enrique, o será Enrique González Rojo, cómplice de toda la vida y poeta insigne de su generación.

Más cruel que el dolor físico, la muerte de su hijo a los 17 años le desató el tormento de la culpa, la tortura del remordimiento que acecha a toda madre, aunque pudo transmutar el dolor en gavilla de trigo para los hambrientos y los violentos, pero quedó con el alma reseca, rota, sólo vendada por medias mentiras o medias verdades

(Poema 13)

El desamor sembró el odio en su corazón, odio que ella quisiera exorcizar, expulsar a gritos, pero la sabiduría aprendida en su iniciación a la muerte le enseñó a separar el grano de la paja para hornear el pan del velorio de su propia muerte. (Poema 15)

Hija del mar, la poeta presiente su muerte en la muerte de su madre, que fue al encuentro de su amor ahogado en vestido de novia, en las aguas hacia su ataúd de arena procurándole la esta idea un dulce sabor de boca (Poema 16).

A continuación, en el poema 17, la poeta aborda caletas de aguas tranquilas, al saber que con este poemario no dejó nada pendiente, puso en orden su casa, prefiguró su viaje al más allá, y se entrega a la misericordia de Dios, que la salve del caos de su vida, donde “pagó grano a grano su destino de arena”.

El poema 18, hermoso, y desgarrador, narra los esfuerzos desesperados de la moribunda (la madre, ella) por escapar a golpe de remos el naufragios, a la muerte, y por ganarle a la baraja (como en el film El 7º. Sello, de Bergam), en balde, por lo que acabó escudriñando el abismo ineluctable de su fosa de agua, pero con la esperanza de dejar su estela, un camino sobre el mar.

A pesar de la inevitabilidad de la muerte, la autoría tiene fe en que el amor humano nos salvará de la nada e inventaré el futuro, pues el hombre tal vez sea un grano de sal, un mendrugo de pan, pero insustituible en el océano de la galaxia.

Norma le pide luego a Dios que sane sus viejas heridas, culpas recónditas y descuidos, que le mande un tsunami interior para ahogar sus penas, y acaba tratando de volver a ser árbol como cuando era niña.

A manera de legado testamentario, nos deja sus hombros que mueven horizontes sobre tableros de atardeceres, para hacer que se cumplan el intento amoroso en la redondez del abrazo” (Poema 27)

La autora se despide con una profesión de fe en que será salvada por el arca de Noé, de Julio Verne o de Leonardo, del maremoto ineludible que nos sepultará a todos. La poeta imagina finalmente la muerte como una playa de descanso donde se nos perdonan nuestros “pecatta minuta” y se nos otorga el reconocimiento, mientras vida jugamos a caminar y hacer malabares sobre una cuerda floja.

Finalmente, esta bitácora de una vida fue para la poeta el resultado de una fuerza interior que busca engarzar su canto en la sinfonía cósmica dirigida por Dios para encontrar la paz y el silencio eternos.

En síntesis, este poemario nos ofrece, en un lenguaje directo y fuerte, que crean metáforas poderosas como lo es el mar, elemento emblemático de su poética, una visión esperanzadora sobre el destino humano y la muerte, acorde con el inmenso corazón que le conocemos y queremos a Norma, que se expresa con fluidez gracias a su conocimiento de la tradición poética y con sus hallazgos innovadores (inventa neologismos para encontrar el sentido preciso y dar más fuerza a su expresión (maretazo, desolvidos), por lo que este libro es ya un “libro del buen morir” irremplazable, y un entrañable compañero de cabecera.

Imposibilidad de la muerte


Porfirio García



Poesía eminentemente lírica la que nos entrega en este poemario de título engañoso, la maestra Bazúa. Poesía que es un pretexto para la reflexión y para la queja, pero principalmente para el recuerdo y la nostalgia (dice refiriéndose a ella misma en “El sol le dio en la frente”: “les juro que de su corazón frágil/ tengo pruebas contrarias/ A pesar de todas sus nostalgias”), pero ¿nostalgia de qué? De lo ya vivido, por supuesto: de “La tierra de jolgorio” que “tenía conciencia desde el amanecer”, es decir de su tierra natal; de su familia integrada por el padre, la abuela y seis hermanos vivos, de ella misma que fue la sexta de un total de diez y que ocupó lugar entre dos hermanos muertos, del doblez de la caricia que la originó y hasta de su nombre propio, Norma, que rige como una ley t del cual dice:

Cumplir sin remedio la palabra clara

y los besos resueltos

para gritar de amor en el desierto.

Dije antes “poemario de título engañoso” porque Aprender la muerte, que bien podría ser con h intermedia Aprehender la muerte, pareciera indicar que la autora busca atrapar en efecto la esencia de la muerte, convencerse de que está ahí y no temerla, acostumbrarse a ella hasta conquistarla serenamente, pero resulta que el libro está sobrecargado de vida, tanta como cabe en el recuerdo de alguien,, pero también tanta como ese alguien puede originar con sus reflexiones, sus exclamaciones, sus sentimientos, sus proyectos. La muerte, si bien es una presencia constante, nombrada con regularidad, resulta un elemento secundario que si bien motiva miedo (como la autoría misma confiesa al final del poema “Nacida del doblez de la caricia”, donde dice: “Quedo latente en ese pez con miedo al agua/ que hoy se iguala con el miedo a la muerte”) sucumbe sin embargo, ante tanta vida, tanto asombro, tanta satisfacción que la antecede, ante la vida, en fin, que “Dios depositó… bajo sombras prenatales” según reza el poema “En cordón oculto”.

La autora es el personaje principal del libro, y del recuento que hace de ella misma se va dando, de manera natural, sencilla, coloquial, un tipo de poesía breve, auténtica, contundente y efectiva; sin abundancia excesiva de recursos, pero con los indispensables, aquellos que, como la metáfora –más que la comparación-, la prosopopeya, un toque mínimo de exageración y una precisión efectiva en el uso de los adjetivos (así como el manejo natural pero preciso del ritmo) dotan a sus versos de un dinamismo natural, de una capacidad innata de decir cosas exactas que provienen de la evocación y del futuro, aunque también de sugerir ideas, imágenes, ambigüedades que se disparan en diferentes sentidos. Todos, como podemos ver, recursos vitales, es decir, que dotan de vida a esta poesía joven nacida de una tradición literaria que cubre ya varios siglos. Veamos algunos ejemplos concretos que me parecieron destacables por su precisión y su belleza:

Hablando de ella misma produce, entre otras, las siguientes metáforas:

· Tierra que se rindió a la espiga

· Huracán para limpiar el viento

· Corazón de vidrio

Otras ejemplos serían:

· saurio del instinto (el instinto es un saurio)

· La vida es a veces sólo reflejo, reflujo para seguir

· besos de niebla

· fuero del amor humano

· Hoy más que nunca (el hombre) es grano de sal de los océanos y mendrugos de pan…

Veamos algunas Prosopopeyas recordando que consisten en…

· Y las mañanas dejaban llegar nostalgias

hasta la orilla misma del recuerdo.

· La palabra con luz de sol filtra por la frente su goteo de oros

· robo azúcares al recuerdo

golosinas de adverbios a hurtadillas…

· Entre tantos espacios oscuros sobre el papel/ mi nostalgia no encontraba acomodo.

· balas perdidas/ desprendidas del corazón de los impíos.

Hipérbole

Volvió entonces la vida a inventarme una diaria despedida

Incapaz de cercanías/ recorro la casa en asalto brutal de soledades

El llanto lo borra todo

Sufro todavía ante el exterminio del hombre por el hombre

Adjetivación:

· barajas cansadas

· ojos líquidos

· esqueleto abandonado

· sucia persistencia, carta amarga, jugada adulta, alto brutal, mano ciega, etc.

· pegajosa sequedad de la noche

Para seguir, concluyamos mejor invitando al público a que se aproxime a la poesía fresca de Norma Bazúa, quien le ha pedido a Dios tiempo para corregir errores y él, evidentemente se lo ha concedido, le ha permitido conservar sus “amores entre los recuerdos” y originar como una penitencia sacra, como una maldición divina, escribir obligada y permanentemente poesía de muy buen nivel, poesía necesaria

antes de aprender la muerte

Reflexiones sobre la obra de Norma Bazúa.


Por Enrique González Rojo.

Norma Bazúa y yo pertenecemos a la misma generación: nacimos el mismo año. Trabamos amistad en la época de los cincuenta y nos sentimos hermanado por idénticas y análogas inquietudes políticos sociales a la emergencia de la revolución cubana y de sus repercusiones en nuestro país, y al surgimiento de los movimientos ferrocarrilero, magisterial, estudiantil, que estallaron al finalizar el régimen de Ruíz Cortines e iniciarse el del López Mateos. Desde aquella época hasta la actual hemos sido amigos sin devanencia ni titubeos. En el curso de estos años fui conociendo su quehacer poético su primer libro De ser amor y muerte, data de 1962, y poco a poco me fui convirtiendo en un lector entusiasta de su producción, y, para decirles sin ambages, en un admirador puntual de su apabullante talento lírico.

Quiero hacer notar, sin embargo, que, al comprometerme a intervenir en esta presentación, decidí, por método, desentenderme de la amistad y el aprecio personal que guardo con nuestra poeta. Pensé, por así decirlo, que había que poner entre paréntesis a Norma Bazúa y evitar todo prejuicio que, para bien o para mal, puede emanar de tales o cuales libros con los anteojos de lo preconcebido. Voy a supone, me dije, que no conozco a Norma y que no sé nada de ella. Volveré los ojos, me insistí, a los valores, cualidades, caracteres de su poesía en cuanto tal, en el entendido de que la objetivación creativa dota al producto de una autonomía relativa indudable. Después de tomar la decisión mencionada, en los últimos días me di a la lectura o a la relectura de nueve libros de poemas de Norma – de los cuales dos permanecen inéditos: Espejo de solsticios, y Varo entre remedios caseros.

En el contacto reciente que he tenido con la obra poética de Norma Bazúa, y con los misterios escriturales que supone, me he dado de después a boca con algo que ya sabía y con algo inesperado y sorprendente. Lo que ya sabía es que los libros de Norma, como naos de China, navegan, atiborrados de belleza, por las hojas de papel en busca del buen puerto de una lectura. Esto ya me lo sabía. Simplemente lo corroboré. Alguien dice: “El corazón se ahoga dentro del puño cuando morder es más apremiante que besar con ternura” que grita: “Traigo el alma de punta en blanco”; que se entusiasma: “Quien sabe, palabra, a lo mejor me alcanzas para cambiarlo todo” (En Momentos, 1986). O que le pregunta a la mañana “¿Si dejando abierta la ventana, se colarán los ángeles dispersos a llenarnos la casa?”, alguien que apunta: “En la noche sólo un zarpazo de agua te arrasa los ojos” que se desgarra: “Deseo. Pongo mi mano por testigo sobre la Biblia de tu cuerpo”, o que en fin, confiesa: “Desde entonces fui siempre diferente: hasta para dormir me hacía una bola de sueño”. (En Como dibujando las distancias, 1986). Alguien que dice, que canta, que grita lo anterior, es un ente privilegiado que se tutea con los dioses y que, nuevo Prometeo, pero en versión moderna, mexicana, femenina, sabe hurtar de las cajas fuertes del Olimpo, el fuego de la belleza.

Pero la lectura y relectura de los textos de Norma, me han traído algo más. Me han enfrentado a una escritora que se arroja literalmente a sus criaturas, que se cambia de habitación, que se traduce a sí misma al lenguaje en reposo o en torbellino de la letra impresa. Una autora, digámoslo así, con capacidad de aletear hasta el desdoblamiento. Es verdad que es posible decir mundo sin belleza o decir belleza sin mundo; pero nuestra Norma enhebra una cosa con otra y nos da su vida, su amor, sus muertes y también espacio y el tiempo que la rodean, y el universomundo en el que grita hasta desgañitarse, con una pluma o una máquina de escribir doctorada en todos los “heroísmos en conjunción” que hacen el estro armónico de la gran poesía. No basta entonces crear fulguraciones lingüísticas” donde caben listones de colores para trenzar metáforas / soltarles el pelo a las parábolas,” como dice Norma en Boceto para un palabrario de 1989, sino que se precisa ser consciente de que la palabra “es oficio de lengua desde la sangre”.

Todo aparece en la poesía lírica de Norma; en una poesía lírica que cuando nos descuidamos le pisa los talones a la poesía épica. En ocasiones, es cierto, irrumpe la niñez y la casa solariega y la cocina incrustada en la nostalgia: “los pescados de oro en la manteca hirviente, crujían su añoranza por el mar”, nos dice Norma. Amor, tristeza, depresión, tienen un lugar de privilegio en cada poesía, y es que a veces, “nos sentamos a inventar el olvido”, en A manera de Pre-texto el mar; o a “manuscribir el sueño”, en Espejo de Solsticios; o a “puntuar ausencias con puntos suspensivos”, en Boceto para un Palabrario. Pero encender las sienes y subir el volumen del sentimiento tiene elevado costo, ya que “recordar / a veces es meterse en el miedo” (Boceto para un Palabrario)

En la poesía de Norma, entonces, no sólo hace acto de presencia o nos estalla en las manos una vida personal, única e intransferible, con todas las fantasías y la mitología que ello supone (y que lleva a confesar a nuestra poeta, en su libro Varo entre remedios Caseros: “yo tuve un castillo / transportable / con ruedas”) sino que también aparecen una concepción del mundo y del devenir humano (“Quise ser vigía permanente de la historia”, nos dice en el mismo libro), una insoslayable y evidente inquietud metafísica (“al Final llevas la batuta / quedas sin oyentes para el concierto con Dios, apunta en Boceto para un Palabrario) y una, que me gustaría llamar, filosofía de la esperanza (Algo da la certeza / que caerá sobre nosotros / la palabra precisa / la que edifica futuros”, escribe en el mismo volumen).

Hasta aquí he citado fragmentos. Pero Norma Domina la arquitectura del conjunto:

“Cuando niña quise ser marinero

pero no había mar navegable entonces para mí

no había mar gobernable

Sólo un escarceo desmedido

con la inundación de mis por qué

sobre todos los que me rodeaban

Me aficioné a las caracolas

al brillo de las arenas

igual que a las palabras

las supe de oro molido

tuve que aprender a caminar su aridez litoral

su aridez literal

distinguir sus metales…

En ellas hay mar de fondo reflejándome

me decían

y me sumergía a veces en un elocuente silencio

calma chicha

o en un desbordamiento del decir

hablando hasta por los codos por los ojos

por las manos

hasta por los pies un estruendo que nadie comprendía

Fue cuando empecé a bailar

como una manera de ser mar sin provocar escándalo.”

Hay desarrollo, cambio de terreno, estreno de palabras y colonización de nuevos mundos. Es verdad que el primer libro de Norma es un libro inmaduro y en trance de búsqueda. Pero los demás son diversas propuestas de goce estético y de inquietud humana. Si algo sorprende en este universo –donde la astucia literaria se ha ido decantando hasta ser inteligencia de demiurgo en llamas– es la sabiduría. Norma, en poesía, se las sabe de todas todas. ¿Cómo ha sido posible esta obra? Norma opina que el escritor, el gran escritor, debe ser corruptible. Cantar sin hacer concesiones. Desdeñar el poder y la gloria cuando ello supone morderse la lengua y “atar con la palabra alambre”, como ella dice, la verdad del poeta. Por eso se ha mantenido al margen de capillitas, grupos de poder literario, para no hablar de la política cultural oficiosa. Por eso también se le ha escatimado el reconocimiento que tanto merece. Pero ha llegado el momento de declarar que en México, entre nosotros, y hoy en día, –independientemente de lo que digan o dejen de decir las mafias– hay una gran poeta y que su nombre es el de: Norma Bazúa.

Texto leído en homenaje a Norma Bazúa, en el Centro Cultural San Ángel, el 20 de junio de 1991.